Opinión

Anatomía de las raíces: Eladio Cabañero, obrero de la palabra

Crean las grandes voces de los tiempos tremendas palabras que retumban en las enormes paredes de la historia: Justicia, Verdad, Igualdad... Pero para conocer al trabajador de carne, al humilde, al siempre cansado vecino, a aquel que con gesto grave se arrodilla contra la tierra y se machaca las costillas, a aquel –dice Félix Grande refiriéndose a su abuelo- “cuya única ética la había ido asimilando en la contemplación de la conducta de sus antepasados, en la tertulia con los vecinos más tranquilos del barrio y en el abecedario de su propia moral, en cuya primera página quedaba establecido que un hombre nunca debe acostarse con la vergüenza.” Digo que, para conocer al vecino no bastan estas palabras. Frente a su rostro adusto al sol de La Mancha, frente a los cielos como grandes espejos lejanos y a las tardes sin horizontes del pueblo, puestas delante de las cuadriculadas viñas con sus uvas dormidas y del trágico campesino agonizando en las mañanas, estas palabras no son más que ecos profundos más allá de la vida, fantasmales sombras sin rostro.

Eladio Cabañero López, poeta nacido en Tomelloso

Es Eladio Cabañero, este paisano con sus ojos de campo, este hermano nuestro, obrero de la tierra, el que alumbra con la descarnada humildad de su palabra las calles y las sombras, dándoles rostro y esencia. Bajo la luz de sus versos todo queda iluminado, humildemente bañado de tierra campesina. Tras la desnuda sencillez de su palabra toda su poesía no consiste sino en un cauce de agua viva y verdadera, de recuerdo emocionado, de sangre trabajadora brotando de un corazón relimpio. De nada sirven los formalismos frente a esta auténtica voz que surge con grave timbre de las entrañas de la tierra trabajada y de la infancia perdida. Son la eléctrica soledad de las ciudades, la humana sencillez del hombre y la mirada limpia de metafísicas teorías las armas de esta voz de  nuestro Eladio: “ de manera que nadie equivocado piense/ que escribo algún poema misterioso/ sino de alta protesta y dolor.” (“Recordatorio.”(1961) Desde esta habitación.)

Con su voz de sol y campo canta Eladio a Tomelloso, a La Mancha, de tal forma que trascendiendo lo inmediato lo universaliza con esa alta comprensión que da el ver la viva esencia de todas las cosas. Su voz fraterna tiene toda la esencia del saber universal, del profundo conocimiento de la vida que da el haberse manchado las manos con ella, el íntimo conocimiento, en definitiva, que queda invisibilizado en las pizarras y solo da el mono de trabajo, el madrugón de todos los días, el ser un empleado de la tierra y el viento.

Su primer libro Desde el sol y la anchura (1956) no es sino una soleada oración a Tomelloso y a La Mancha, pero no una oración impersonal; lo fundamental de este libro –indica Gómez Porro- es la verticalidad desde la que nos convoca. Una franqueza que no entiende de falsedades ni pinturas. Su auténticos ojos de poeta hermano del pueblo se tienden como una menesterosa mano sobre todas las criaturas; desde el labrador hasta el paisaje; todos son pura sencillez iluminada mediante la palabra. La rediviva y no atormentada lucha del hombre contra la vida supone el eje de reflexión poética. Es este sosegado tormento campesino, este horror inconsciente que no da cobijo a la ansiedad, esta ética heredada de los abuelos que dicta la entrega sin resignación a la vida la que permite concebir La Mancha como “este campo donde el sentimiento/ pincha un dolor opaco en la mirada.” El pueblo, con su trágico crepúsculo, con sus silenciosas piedras y su desamparada geografía azotada por los vientos es concebido con la quietud nostálgica del hombre que bajo los incesantes soles de La Mancha, cuando emprende el camino a casa tras los polvorientos caminos, sabe que es finito y se siente un “hombre de Dios solo en el campo” con sus dos ojos izados por los altos cuarteles de las nubes, pero sabe, a la vez, que la vida es entrega y que el que analiza y piensa lo que no está hecho para ser pensado es extranjero en todas las tierras del mundo. Los “labios de gruesa arcilla indócil “de la campesina, la “fisionomía insomne” del labrador,  el “campesino de carne castigada, /tatuado a piel desencajada y dura” son las trágicas y surtas realidades que inundan la voz de  Eladio con un cauce que contiene todo lo potente de la expresión y todo lo calmado del agua limpia que sabe que llegará al mar. Aparece así, en este primer poemario la brutal realidad humana de campo español, de los hombres como cansados actores en una dramática pieza, cuyo escenario –Tomelloso-  aparece como un enorme recipiente iluminado por los cuatro costados. Estos actores, los siempre olvidados, los invisibles, los eternos madrugadores, son los que  Eladio recuerda con la magia de su verso. Es este primer poemario el redescubrimiento de lo olvidado por las grandes historias; el de los trabajadores de carne machacada y hueso molido, el de los trabajadores no abstractos; es el recuerdo de los vecinos.

Pero siempre, detrás de todas alegrías se esconde Septiembre que con su enlutado rostro de funcionario, trayendo todo el peso de los burocráticos papeles, de las sonrisas secas de la ciudad, de las avenidas repletas de gente, vacías de personas auténticas. Este septiembre de la vida nos sobreviene a todos. Y así ocurrió a nuestro compañero Eladio, que con su rostro adusto y joven marcha a Madrid, nutrido de las letras de Machado, Juan Ramón Jiménez, Quevedo, Lope de Vega, etc. Recuerda Félix Grande como Eladio, poeta autodidacta, ávido e inteligente lector, le enseñó a leer a los clásicos para aprender de ellos las lecciones del pasado. Nos encontramos a un Eladio, que junto con Félix Grande, ambos amparados por Francisco García Pavón, acude con frecuencia a café Gijón y entabla amistad con los reconocidos poetas de la época; Gerardo  Diego, León Felipe, etc.

Así llega Eladio a Madrid en 1958, con la trágica ausencia de los soles grabada en el ceño, a esta ciudad cuyos edificios, como enormes árboles sin raíces, empozan las mañanas. Este mismo año obtiene el accésit del Premio Adonais con Una señal de amor (1958). Con el alma dispersada entre las calles inhumanas, perdidos los trozos entre montones de gente apilada, el poeta encuentra el consuelo, la plácida calma, en el pueblo alumbrado por la suave luz de la memoria: “Mientras escribo ensancho la memoria/ me voy allá hasta el pueblo por el campo…” Es la búsqueda del aire jugando en los corrales, de las párvulas voces de la plaza, de la iglesia recortando el cielo de la plaza el tema de este poemario. La voz de Eladio se torna íntima, se encoge en el alma para desplegarse desde dentro con la titánica fuerza del recuerdo vivo. Este recogimiento, esta voz proyectada desde la lejanía. La pérdida del anchuroso campo, que ahora es campo fantasmal, imaginado, recordado, teñido de negros colores, transforma el vibrante tono que antes emanaba de la anchurosa llanura, en tono amargo. Lo recordado, en tanto que ya no se tiene y es solo sombra, es necesariamente triste. Los dorados colores de los trigales, el azul matemático de los cielos, los olores a racimo recién cortado quedan mezclados y empapados de pérdida y distancia: “veo una flor caída en todas partes, /no sé de qué color es la justicia/ negro el fusil o blancas las palomas. /  Creo poco en las razones; /canto, sólo.”

Es necesario vivir en días desdibujados, en habitaciones perdidas, amar sombras a ratos perdidos, falsamente, dormir en fosilizadas camas, en mustia soledad, en habitaciones de tristes persianas caídas como canos cabellos, tiene uno que ver su larga sombra reflejada en los espejos, amargada en las tardes, arrastrada en noches remotas, lejos de casa, con el dulce rezumar de las bodegas en el recuerdo para entender esta amargura de Eladio. Pero no es esta terrible tristeza la que ocupa el primer plano. En Eladio prima sobre todo la humildad, el denodado afán de sencillez y preclara verdad: “Yo estoy con los que eligen un amigo (…) /quiero elegir un pueblo abandonado/ donde conozca a todos los vecinos, / para vivir debajo de tus tejas/ con mi familia y mi conducta. / Quiero/ defender la verdad de cada día, / merecer bien el aire, /comer mi pan de harina bien rezada/ como lo come un labrador cansado/ de luchar con la tierra y de ser pobre.”

La tristeza de las figuras, su campesino recuerdo, vuelve a la memoria de Eladio, que ya lejos recuerda lo sencillo y cotidiano desde la palabra.

Esta tristeza de la figura, tallada de soledades y nieblas distanciadas, se condensa en Recordatorio (1961). Este lírico recuerdo supone un combate de sombras rezagadas; la infancia, con su cielo pintado con tizas de colores, aquella trágica infancia perdida en la que “el cielo no volvió ni ya fue claro. /La gente se hizo dura, /y a los niños dejaron de querernos. / Y nosotros, mis primos, mis amigos/ no volvimos tampoco de la guerra: / de repente crecimos, fuimos otros, / nos perdimos igual que se perdieron/ de vista, hacia el Oeste, tantas cosas.”

La existencia, antes sencilla y agreste, pincha como una dolorosa aguja en la carne del recuerdo: “mientras siento/ que me estoy acabando y no he cumplido/ con mi palabra, con nuestras palabras, / aquí estamos pagando, amigo mío/ el alto precio de existir, sin fondos/ que nos alcancen tantas pérdidas.” Esta tristeza de la vida, cansancio de las emociones, esta alegría ya marchitada y dormida no se convierte en parálisis y cobardía ante la vida, ante la muerte, sino que: “ya no basta/ vivir cobardemente, estar durando/ morir sin ofrecerse en sacrificio, / sin ser dignos del polvo que seremos.” Esta fogata ardiente y dolorosa que supone lo perdido exige vivir con las uñas, ganarse el polvo venidero, abnegarse ante la tumba y concurrir en la lucha aunque siempre “corremos el peligro de cansarnos” ante estos “cocineros terribles: los que mandan.” La reivindicación política surge de la nostalgia, del rostro sufrido del trabajador y nunca de la euforia momentánea. De la realidad asimilada y mascada brota la política, nunca de la palabra. Es la crudísima realidad observada del campesino trágico, de la campesina resignada, de las espaldas destruidas en las viñas, las que sustentan y dan sentido a lo político. Desde un silencio espectral poblando las noches y las calles, surge la resignada lucha ante la injusticia: “No tenemos más armas que la vida/ ni otros merecimientos. Hoy pedimos, pidamos, / participar a una, coralmente, / en el negocio más serio que existe: / ganar mundos de paz para los hijos, / cuidar nuestra pequeña mercancía, / nuestro amor en común, el alma esa/ que nos puede salvar, antes que llegue/ el entregar las cuentas, el morirnos.”

Eladio no se deja vencer por las sombras, no se ahoga en este barro de la existencia, en la amargura del recuerdo y su voz empapada de tristezas recobra un tono íntimo de nocturno   susurro, cargado de memorias. Con este dulce susurro voceado a los cielos obtiene el Premio Nacional de Literatura y el Premio de la Crítica, ganando así merecida, siempre modesta, fama.

Se acerca el sepulcral silencio de Eladio; decide el poeta callarse y no escribe más. Se acerca el ocaso de las palabras, triunfo de tristezas y nieblas, el ahogo de la voz de poeta. Pero en este naufragio, en esta tristeza calmada y serena encontró aun Eladio, como ángel caminando sobre los grises mares, una última tabla a la que agarrarse: el amor. Así se muestra en Marisa Sabia y otros poemas (1963).

Si algo nos salva de la vida, de los vericuetos de las incomprensibles calles de la existencia y las vertiginosas arrugas de las frentes, de los seres perdidos despidiéndose, alzando su mano callada desde los cielos, de lo trágico de las noches solas, si algo nos salva –digo- del tiempo es el amor.

Marisa Sabia no es sino un refugio de la memoria, un tierno regazo de madre en el que acurrucarse. Las palabras son ya muy serias y no brotan sin el consuelo de una mujer, sin el amparo de una figura distante pero cálida, de la que surja un abrazo redentor, maternal. El amor no es carnal sino maternal; no se busca placer sino consuelo. Y esto es lo único que le queda al hombre triste; remover las aguas y buscar el perdón de la vida en brazos ajenos. El mayor perdón surge de la mujer: “cuento en versos las horas desde que te conozco.”” Desde que el mundo fue corazonándome, / filmé a oscuras los versos que esta noche te escribo; / para poder quererte como ahora, / tomé trenes en marcha cada día; / viví por ti (…)” Este dulcísimo imaginar a la mujer queda confirmado con estas palabras: “Amar es inventar, borrar un rostro / contra un espejo, blanquear la nada.” Amar es siempre inventar, y es sobre todo, desear el amor sin necesidad de tenerlo. El amor no es así algo físico sino algo siempre deseado y necesariamente nunca alcanzado. El amor inunda así la vida sin la necesidad de ser poseer a lo amado. Esta fue la última gran lección de nuestro Eladio.

Al calor de los poemas de Eladio, como tristes ascuas ardientes en el corazón, me hospedo esta noche. Abro la tumba de este tomellosero cósmico, y surge su voz cálida; hálito dulce e inmortal; desentierro las palabras, manchadas de verdad y tierra. Dejo abierta esta invitación a la relectura, al recuerdo de un amigo del pueblo, de un paisano, y sobre todo, de un hombre humanísimo, de una figura sabia y buena que hoy sin cuerpo sobrevive – nos sobrevive-  a este azote de los ruidos y de los tiempos.

 “Deseo ser siempre defensor acérrimo de lo estrictamente humano. La vida justa y solidaria –injusta e insolidaria-, ese es el amor que me enamora y la música de mi cantar.”

“Amar es inventar, borrar un rostro contra un espejo, blanquear la nada.”

Eladio Cabañero

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