Opinión

Más allá de los ojos: Escritura como rebelión

A decir verdad la pregunta no es nueva. Se han intentado dar infinidad de soluciones a ella. Algunas ponen el foco en la genialidad del artista (el escribir es el acto propio de una subjetividad genial), otras en la función de la escritura; escribir es y debe ser un acto de denuncia social y política. No nos interesa aquí dar más soluciones. En buena medida se podría decir que cada escritor tiene la suya y que el mismo acto de escribir ya responde a una concepción explícita o implícita de aquello que la escritura es.

Dado que aquí no se va a intentar responder a la pregunta mencionada solo nos queda un interrogante que es el de qué hace esencialmente el que escribe, con independencia del contenido de su escritura o de lo que piense de ella. Escribir debe ser algo o no debe ser nada. Debe ser algo fundamental radicado en la vida humana o debe ser el vacío absoluto que se reduce a la moda temporal y que no sobrevive, por tanto, al paso del tiempo más que como mero testigo o letra muerta. Debe ser acto en cierto modo no reducido a la  temporalidad o debe ser polvo.

Pero no. Lo que de ningún modo es escribir es algo que pueda ser reductible a las corrientes literarias o a las modas editoriales. Escribir es algo más profundo, algo que posibilita dichas corrientes, que está, por así decirlo, en su suelo; algo que nos pertenece como humanos, como seres que habitan un mundo. Es esa llama que posibilita que un Rimbaud o un Proust comiencen a llenar folios sin ningún tipo de reconocimiento. Bastará recordar que las páginas de Proust fueron rechazadas varias veces antes de ser publicadas. Lo que quiero hacer aquí es una constatación y una reivindicación y es que sucede a veces que el mero hecho de dar cuenta de algo es un hecho revolucionario que reivindica la verdad. Y hoy más que nunca se nos impone el deber de contestar a la pregunta por aquello que significa escribir si es que queremos tener algún derecho a la queja cuando vemos a la escritura encarnada en el sentimentalismo patético y reducida al producto de consumo.

Digo que escribir es rebelarse. La mano que escribe se rebela, confiesa que la vida es algo más que lo que se nos presenta delante de los ojos. La mano se rebela diciendo que las cosas no son las cosas, que lo que tenemos delante nos oculta algo, nos esconde otra posible mirada. En definitiva; que amar  no es solo amar, que  “amar es inventar, borrar un rostro/ contra un espejo, blanquear la nada” como decía Eladio Cabañero. Que mar es “blanquear la nada” no es algo que nos diga el amor, es algo que necesitamos que alguien nos diga para verlo, ahora sí, en el amor. Y esta es la primera rebelión de la mano, la que trae a la luz aspectos de las cosas que se nos ocultan a los ojos, una rebelión más fundamental que aquella que el realismo socialista proclamaba como obligatoria en la literatura y de la cual no es sino un derivado.

Pensemos que lo primero fue el habla; aquella soberana libertad de llamar “árboles” a los “árboles” y “mar” al mar. Pero después vino la escritura. Las palabras capaces de revestir a las cosas de un aura mágica  y hacer que alcancemos así lo que nunca verán nuestros ojos ni tocarán nuestras manos. Y una vez alcanzada la escritura no hay vuelta atrás. No hay manera de frenar a un logos al que ya no se le escapa nada e inventa su propio mundo irreductible al mundo de las cosas. De este modo el que escribe de manera no obligada, no rutinaria, lo que hace es trascender el mundo y darle un sentido. Teje un hilo mediante el cual las cosas se relacionan con el hombre y entre sí. Escribir es ir más allá del mundo, confesar que si la vida tiene un sentido éste no se halla en su inmediatez sino en la trascendencia que da la escritura; decir de las cosas más de lo que ellas dicen de sí mismas.

Escribir supone, por tanto, una necesaria reflexión, un no aceptar las cosas tal como vienen dadas de manera inmediata. El que se sienta y escribe es aquel que no se conforma con lo que tiene fuera del escritorio, el que confiesa que las cosas necesitan de algo más que de sí mismas para ser cosas. Un beso no dice todo de sí mismo. Hay que mostrar así “la realidad que vive/ en el fondo de un beso dormido” como dice Vicente Aleixandre. Un mundo en el que solo las cosas hablen es necesariamente un mundo incompleto, falto, huérfano de la mirada humana, de la mirada del escritor que teje hilos, que, en definitiva, hace al mundo ser completo, ser humano. Escribir es así rebelarse, pero rebelarse para dar forma humana a aquellas cosas que un día se nos pusieron delante sin más información que su solo nombre y su pobre lado visible.

Podría parecer todo esto una abstracción pero lo cierto es que no lo es. Pensemos en que sería de un mundo sin escritura. Un mundo en el que la rebelión no fuera posible, el que los árboles fueran solo árboles, los besos solo besos. Sería un mundo incompleto, falto de explicación. En definitiva; un mundo que se agotaría en su inmediatez. Un mundo y una existencia con las que estaríamos plenamente conformes. Una vida dentro de la cual solo tendríamos lo que ven los ojos y lo que escucha el oído, una vida agotada en la pura visión del instante; un mundo sin trascendencia en el que la imagen tal como se presenta es la única verdad.

Lo cierto es que no estamos lejos de esta situación en una sociedad en la que todo lo que puede ser visto o percibido como verdadero tiene forma de imagen. Reivindiquemos así la escritura; como rebelión ante lo dado y como trascendencia ante la imagen. Como proclamación de que las verdades del corazón y de la razón deben ser escuchadas y elevadas sobre el ruido. Escritura como espacio de reflexión y disconformidad.

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