Opinión

Ese secreto lugar nuestro: En defensa de la filosofía

Ésta supone al menos una cosa: ser pobre es algo que tiene que ver con la exterioridad, con el mundo, con las cosas que nos rodean. La cuestión es: ¿y si hubiera otro tipo de pobreza, una pobreza más fundamental y más original, esto es; radicada en la vida humana y en sus profundas estancias y corredores? ¿Y si hubiera una pobreza interior?

En reconocer un espacio de pobreza hasta ahora velado se juega uno de los problemas esenciales de nuestro tiempo.

Lo principal es esto: si queremos defender la necesidad de una filosofía hoy ya herida, si queremos que la escritura y el arte tengan un espacio en la vida humana y una capacidad transformadora y enriquecedora, debemos (re)encontrar ese secreto lugar nuestro que pide a gritos las humanidades y sin las cuales huérfano, pobre, incompleto. Es claro que es una sociedad que todo lo refiere al exterior, a la imagen, a los ojos, este espacio permanece soterrado.

Hablar solo de pobreza en referencia a las condiciones materiales imposibilita ya esta reflexión radical. Por eso debemos decir que, además, pobre es aquel cuya comprensión de la existencia y el mundo está anulada por el prejuicio, sesgada por la imposición de lo ajeno. Pobre es aquel que no es dueño de su pensamiento y de su vida. En definitiva; no aquel que no comprende (¿quién comprende más de tres o cuatro cosas en toda su vida?) sino aquel en el que no se ha suscitado si quiera la necesidad del comprender, de apoderarse de su existencia e iluminar todas aquellas cosas que se nos presentan como opacas, o como engañosamente claras.

Imagino un lujoso chalet, un coche caro aparcado en su patio y una piscina en la que se zambullen los cuerpos en verano. Y sé que hemos de poder mirar a los ojos de su dueño para decirle que es pobre, sin que una carcajada sea lo único que se me devuelva.

¿Qué es hoy un rico sino un pobre con dinero? Quiero decir; no ya un pobre cuya pobreza consista en carecer de lo exterior, sino un pobre fundamental, un pobre de alma, un hombre cuya comprensión del mundo le ha sido dado sin crítica, un ser humano que ha olvidado pensar. Una pieza en una máquina que solo tiene un movimiento posible: el que se le ha asignado.

Aunque la definición de pensar ha sido ampliamente discutida yo solo diré: ser humano es pensar. El que piensa es humano y el que es humano piensa. No hay mayor evidencia. Nótese que con pensar aquí no quiero referir únicamente la actividad intelectual de unos pocos académicos que más que pensar han aquilatado el pensamiento. Con pensar quiero decir ser humano, esto es; rebelarse, decir no, generar con las cosas esa distancia que permite aceptarlas o rechazarlas. Mi abuela no estudió y su única ética la había heredado de sus mayores y construido a partir de los golpes que en la corriente de la vida le habían sobrevenido. Reconocía las injusticias, se rebelaba, y aunque cometió numerosos errores nunca aceptó nada sin la reflexión que le habían dado los años y las personas. No había leído a Perec ni a Camus, ni siquiera sabía leer fluidamente, pero pensaba; era humana porque podía elegir. Y así se adueñó del camino de su propia vida.

Aquel que es arrastrado, aquel que no es dueño de su existencia, aquel que no se rebela; el inconsciente, el que camina siempre entre la noche y no ve siquiera que hay caminos: ese es pobre, a ese le han arrebatado su esencia: la humanidad, la libertad.

Y ahora se me pregunta que para qué sirve la filosofía. Y yo digo: para enriquecer, para evitar esa pobreza fundamental que nada que tiene que ver con la materialidad, para alumbrar los caminos y adueñarnos de nuestra existencia y recorrer así las sendas elegidas libremente.

Si ser libre significa poder aceptar o rechazar, rebelarse frente a lo dado y gritar de inconformismo, si es poner diques al río que nos lleva hacia una existencia impuesta: para que la libertad sea posible. Para ser humanos.

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