Opinión

La mirada lúcida

El ser humano es el único ser que es capaz de negarse a sí mismo o, al menos, a ciertas partes de sí. Este drama que nos pertenece también supone la posibilidad última de toda forma de rebelión; solo pudiendo negarse lo humano puede salvarse. Únicamente pudiendo rechazar en lo que se ha convertido el ser humano, podemos luego reivindicar la reinstauración de lo que el ser humano es.

Démonos cuenta de lo siguiente; esta negación que constituye el carácter primario y esencial de la sublevación, nace de una afirmación que la precede: la de lo humano y sus evidencias; la de que hay algo que nos pertenece y debe ser conservado frente a las fuerzas que con sus intereses convierten a la persona en algo que no es. No se ve de dónde nace una negación si no es de una mirada que, rompiendo el sentido común de su tiempo, reconoce en una parte de lo humano algo que debe preservarse por encima de todo condicionante.

Ahora, se me podrá preguntar qué es eso que llamo “lo humano” y yo digo que en el momento en que recibimos un abrazo y el puro gesto físico es superado e invisibilizado por el cariño, en el momento en que un rostro que llora no es solo eso sino algo que toca una parte fundamental del alma, en todos esos instantes en que la mera observación de algo que, en principio, nos es externo, se transforma en un movimiento interior, sabemos ya qué es lo humano y, sobre todo, aunque el discurso no pueda dar una definición exacta, sabemos qué es lo inhumano: la mentira y la injusticia.

Lo importante es reconocer que el movimiento de la sublevación ha sido siempre este; la persona se niega a algo y en su negación se encuentra la afirmación de una parte no solo suya, sino de toda la humanidad, y si bien es cierto que lo considerado humano ha cambiado a lo largo de la historia ha sido más por el reconocimiento de una comunidad con los otros que por una construcción discursiva que lo que en todo caso ha hecho es plegarse a una primera evidencia humana.

La filosofía del S.XX ha entendido que disputar los conceptos significaba construirlos y que si algo se opone a lo considerado injusto es, también, una construcción. No vamos a negar que las evidencias se construyen pero sí que ante una injusticia que se impone haya que oponer otra construcción, al menos si esto supone el escenario de una lucha entre dos conceptos igualmente construidos. Lo esencial aquí es esto; construir solo puede significar reconstruir.

El primer revolucionario no era ni racionalista ni irracionalista, no era materialista ni idealista; era humano. Y si bien es cierto que el discurso –sobre todo el marxista- ha servido en el siglo pasado como medio para reconocer ciertas cosas que no estaban a la vista y sublevar al ser humano frente a ellas, este discurso solo es útil en la medida en que alumbra partes de lo humano que habían sido soterradas o incluso suprimidas por el interés o la ideología. En decidir si un esclavo es libre o no antes de que el discurso lo reconozca como tal se juega todo el problema. El discurso revolucionario no inventa desde la nada; reconoce y crea mayorías que solo nacen y cobran sentido en y desde este primer reconocimiento.

Se trata de comprender que si hay algo que oponer a la inhumanidad y a la mentira de nuestro presente esto es lo humano, y que si aquello que significa “lo humano” está en disputa no es porque el concepto sea una pura construcción sino porque es una provocada deconstrucción: una desfiguración provocada por intereses ajenos a la humanidad. Por decirlo en una palabra: todo conocimiento en este terreno es re-conocimiento.

Aquí, la lucha antes que suponer una oposición entre posturas igualmente arbitrarias que disputan qué cae y qué no cae bajo lo humano, es reconquista.

Pero llevemos el razonamiento hasta sus últimas consecuencias. Aquel que afirma que lo humano es una construcción social ha dado por perdida la batalla pues lo que afirma es que el ser humano es lo que uno quiera que sea: esclavo, siervo o explotado. En definitiva, reduce todo su ser a una voluntad que decide por él y lo determina. En este punto, hemos topado con lo contrario a la libertad. Ya lo sabemos; no hay libertad donde otro determina lo que uno es, donde una voluntad, plegada a cualquier interés decide qué somos. Aun habiendo ganado la batalla, la persona libre no sería libre porque una voluntad o discurso que lucha contra la desigualdad lo diga, sino porque antes de ese discurso, algo de la persona merecía ser salvado aun cuando reinaran el silencio y las cadenas.

Así, el movimiento del que se subleva es libre y reconoce. Libre porque lejos de estar determinado por las evidencias de su tiempo, escapa de ellas y rompe aquel silencio que no es sino aceptación, de reconocimiento porque no inventa ni construye nada (ya se sabe que reconocer es lo contrario a construir) sino que vislumbra en él, y por tanto en el que le es igual, una cierta parte que debe ser restituida no en sí mismo, sino en todo ser humano.

Ahora lo podemos decir; frente a una Europa que ante los gritos en sus fronteras tapa sus oídos y los de sus ciudadanos, debemos tener el poder de la vista. No lo olvidemos; siempre hay algo de revolucionario en la mirada del que ve más allá de lo que se le pone ante los ojos. Frente a los que colocan vendas debemos tener la claridad de la evidencia.

Es cierto; no se deduce de este artículo acción concreta, pero sí, o al menos eso espero, una mínima claridad en los principios del que actúa, esos principios siempre sencillos sin los que toda acción es falsa o, como poco, no consciente y fácil de descalificar.

Nuestra única luz proviene de la profunda confianza en la observación que transgrede. Si algo hay que oponer a la mentira y al discurso que hace del ser humano una cosa es la mirada lúcida.

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