Opinión

Nos toman por tontos

Aún así, la diferencia entre la realidad y lo que nos cuentan me sigue tan pareciendo abismal como calculada. No es que se oculte lo que está ocurriendo, sino que estamos rodeados de tal suerte de prestidigitadores de la palabra que, aunque bastante malos y con un truco tan burdo que se les ve a la legua, consiguen imponer un silencio colectivo en el que la aceptación dialéctica, se traspone en la norma general a seguir. Así, en momentos como éste, donde las Elecciones Generales se encuentran a la vuelta de la esquina, aumenta la pericia de los citados prestidigitadores portando, a izquierda y derecha,  ocurrencias de lo más variopintas. Se aplica, digámoslo así, un concepto similar al  que funciona en el merchandising de las televisiones generalistas: si se ofrece basura y el público la consume, a qué preguntarse por alternativas de mejor gusto y calidad.

Desde esta perspectiva, desde los acreditados mentideros del circo político,  se nos ofrecen alternancias de eslogan de las  que no se sustraen sin embargo,  profundos fundamentos que articulen las distintas generaciones  que conforman la Solemne Declaración de los Derechos del Hombre y el Ciudadano;  es decir, los elementos programáticos suficientes para vertebrar soluciones a los problemas de aquellos que, en la actual coyuntura neoliberal, no tienen derecho a jubilación y que además permanecerán atados  de por vida a embargos, hipotecas y frustraciones sempiternas.

Y es precisamente por eso, que resulta denodadamente patético –cuando no resueltamente pasmoso-, encontrar en los corrillos de calles y plazas al típico “pringao”, que en paro y probablemente con una extraordinaria deuda hipotecaria a sus espaldas, hablando con el aplomo de un ejecutivo neoliberal sobre el peligro que supone, a su juicio, entrar en dinámicas políticas diferentes de las ya convenidas; Pobre gente. Hasta el lumpen se nos ha caído de la batalla identitaria de la resistencia de clase.

La situación me recuerda, por estrambótica,  a una anécdota que  oí contar por Internet a Gregorio Morán, a santo de “El precio de la Transición·.

Relataba Morán, la historia de un tal Benigno -vecino de su edificio de infancia- que, pobre como una rata y malviviendo en la pobreza desde la cuna, sobrevivía a su miseria en una portería cochambrosa asumiendo las virtudes de una derecha  que comportaba a su vez,  la contradicción ideológica de su propia trayectoria vital. Pero en fin, como bien concluía Morán: “Los idiotas son siempre irrecuperables,” aunque ésa sea (añado yo), una lección que hayamos aprendido demasiado tarde.

 Estamos sin embargo ante una evidencia epistemológica que, a los prestidigitadores de política actual, les ha venido de perlas. Es decir, por más que el truco sea de una torpeza tal que nos produzca esa sonrojante sensación que siempre despiertan la picaresca y el engaño,  España sigue plagada de consumados estraperlistas de la mentira política.

Y es a tenor de este hecho, que la mera  apelación, por parte de marcados segmentos de la izquierda,  al exterminio del semejante por siniestro o extremista, se convierte en un mecanismo de alienación que empieza a tomar una peligrosa forma de totalitarismo. Un ejercicio de  cinismo y desvergüenza auspiciado por una clase política que, consciente de su posible pérdida de privilegios y de lo flaco y envilecido de la memoria colectiva,  se aferra a los aquietantes resortes del miedo a lo desconocido con los que, sin el menor pudor y través de discursos tan rimbombantes como carentes de credibilidad, empezar a tomarnos por tontos.

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