Opinión

La inconsistencia de las Humanidades

Si por circunstancias del destino uno entra en contacto con jóvenes situados en la horquilla de dieciocho años a veinte años ‑los hoy llamados centennials‑, seguramente quedará sorprendido de que  ninguno de ellos acertará quién construyó la cúpula de la catedral de Florencia, que sólo un par identificará a Eduardo Mendoza y, por descontando, nadie conocerá, a día de hoy, el sentido que el mundo clásico atribuyó a la palabra poesía.

Igualmente si, en un ejercicio de exegético masoquismo seguimos desgranando desatinos, no serán pocos los que al pedirles una sucinta enumeración de las artes  incluyan, entre confusas murmuraciones más solemnes que provocativas, la tauromaquia como el máximo exponente de las mismas. De igual forma, no faltarán  los que, cuando escuchen un fragmento de la Novena Sinfonía de Beethoven, lejos de su melodía coral, la interpreten como una rémora incierta de la televisiva cabecera de la Champions ‑ese otro Haendel desconocido‑.

Con todo, al mismo paso de un lustro, casi todos estos ‘desaculturados’ personajes estarán en condiciones de hacer su primera oposición a la Administración Pública o, en el peor de los casos, de alcanzar un contrato de interinidad con el que convertirse en los maestros de nuestros hijos, sobrinos o nietos.

​En cualquier caso, parece evidente que tales infortunios responden a un descuido manifiesto de la  formación humanística. Resulta descarnadamente desolador comprobar que las Humanidades no solo carecen de un interés atrayente para los nuevos espíritus emprendedores, sino también de cualquier tipo de utilidad inspiradora para los futuros educadores.

Por esta razón, su lugar marginal en el sistema de enseñanza es, sin duda, mucho más de lo que socialmente parecen merecer. Porque, para empezar, las Humanidades están construidas sobre un tiempo y una naturaleza propias. Y es precisamente tiempo aquello de lo que carecemos. Por lo tanto, nuestra capacidad de atención no debe ‑ni ya puede‑ acomodarse a retos sostenidos como una obra musical de algo más de cuatro minutos, ni al visionado de Guerra y Paz que puede consumirse en algo más de dos horas.

Ante este contexto de enorme fragilidad para las Humanidades, herramientas como Whatsapp Instagram no ponen fácil detenerse ante los versos desverbalizados de Pedro Salinas, ante un cuadro de José de Ribera o  Fernando Zóbel, que se presentan normalmente como el camino hacia un abismo frente al que preferimos no situarnos: es mucho más agradecido y confortable escuchar el parloteo torrencial de las tertulias repletas de infundios y sinfustadas.

​Así mismo, este tiempo contado ‑la extensión de nuestros días‑, lo hemos sacrificado sin remilgos a la voraz codificación de los Big Data, al tiempo que hemos olvidado que nuestra mirada sobre el patrimonio ha dado a la humanidad su nombre y que constituye una privada y eficaz resistencia frente a la voluntad de los nuevos mercados, ésos que han encontrado en nuestro tiempo el mejor producto de venta al mejor postor, pero que  sabe poco de intimidades. La lectura de Cortázar, Virginia Wolf, Cervantes, Eduardo Mendoza, Nietzsche Victor Hugo o Karl Marx exige un ejercicio paradójico de la libertad, aquel que invita a la reclusión y al ensimismamiento bajo el paso demorado e ininterrumpido del tiempo: un viaje privado al corazón de la memoria colectiva; la inmersión en aquellas obras que franquearon el horizonte de su presente para ser ellas luminarias del futuro de los que todavía teníamos pendiente nacer.

Todos hemos experimentado el placer de ser mecidos ingrávidos por la marea. El anfibio que fuimos emergió de los lagos y colonizó mamífero la tierra, sin abandonar nunca ese placer de la inmersión en sus orígenes. Y es que las Humanidades constituyen esas aguas prenatales que, como una placenta ancestral cobijan el lenguaje desde el que se construyen la Literatura; la Historia y los prismas filosóficos que irradian una luz incandescente sobre nuestro pasado; el pensamiento y su construcción moral guiada hacia la superviviencia. Sumergirse en estas aguas exige pues, adentrarse hoy en un excéntrico viaje lejos de los anzuelos digitales que, a cada minuto, perturban nuestra atención. Emerger de ellas nos convierte en protagonistas de un bautismo desacostumbrado que nos hace comparecer ante el mundo con las extrañas vestimentas del desvarío. Aparecer con el calzado de Leonardo, la gorguera de Shakespeare, el pañuelo de Simone de Beauvoir y desde luego, con la extravagancia de una humanística metáfora. 

​Por tanto, si miramos esa extraña belleza que hoy parece olvidada por la actual cultura del emprendimiento, voraz consumidora sin horarios, invasora de la privacidad, y cuyo éxito se cifra en la ostentación efímera y visible de los recursos de la superficie, puede que tengan razón: en las Humanidades está todo cuanto no conviene saber. Porque si conocieran el nombre de Brunelleschi, tal vez nuestros jóvenes podrían comprender el sentido de cualquier desafío técnico que puede comprometer ingentes recursos económicos en el contexto de una rivalidad política sin precedentes bajo formas de gobierno definidas en la historia por la burguesía, el comercio y la indulgencia con los bancos. Tal vez descubrirían que la cúpula fiorentina de nuestros tiempos es ahora otra magna obra de ingeniería "florentina", elevada sobre las Cuatro Torres de la Business Area que miran con condescendencia a las de Bankia. Y si conocieran el sentido de palabra poesía, tal vez rompieran con la máxima de que "a buen emprendedor, pocas palabras bastan", y no cesaran en la búsqueda de palabras esenciales y no prestadas que reconocen entre los seres humanos, su dignidad por encima de su origen social o económico, sin el ultraje de un desahucio.

Igual ocurriría, si se descubriera que la muerte no es un juego que hace de la vida un títere bajo un estoque de sombras y no de luces; o que la música, a veces, se transforma en un enorme abrazo de justicia e indignación capaz de precipitar por un barranco a los usurpadores de la verdadera política. Pero, ¡qué va!, por eso las Humanidades no gozan de consistencia ni tan siquiera en la educación, y los lobos de la superestructura capitalista lo saben.


Julio Casas Delgado
Maestro

Comentarios