Opinión

La gran paradoja

Artículo de opinión de Julio Casas Delgado, maestro y vecino de Pozuelo de Calatrava.

Aunque nunca se hable de esto en los grandes medios de comunicación, está meridianamente demostrado que el capitalismo lleva la humanidad a la ruina. "Estamos atrapados en la dinámica perversa de una civilización que si no crece no funciona, y si crece destruye las bases naturales que la hacen posible". Es una afirmación contenida en el manifiesto 'Última llamada' firmado por científicos y ecologistas españoles en 2014.

Por su parte, el Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático nos advierte año tras año, y de una manera cada vez más apremiante, de la necesidad de acometer cambios radicales si queremos evitar las desastrosas consecuencias de un cambio climático descontrolado.

Sin embargo, los paupérrimos resultados de la Conferencia de las Naciones Unidas COP26, celebrada recientemente en Glasgow nos demuestran una vez más que, dentro del sistema capitalista, a lo más que se puede llegar es a pintar de verde lo de siempre; es decir, nada que se desmarque de un contexto marcado por las devastadoras atrocidades del capitalismo. Llegados a este punto, debemos concluir, que los cambios necesarios son extremadamente difíciles de conseguir.

Trasponiéndolo al terreno social, vemos que, con pandemia o sin pandemia, con crisis o sin crisis, la desigualdad aumenta de una manera escandalosa y la destrucción del Estado del Bienestar progresa de una forma lenta pero inexorable.

Sin embargo, vivimos una gran paradoja: la aceptación general de ese capitalismo destructor. Porque también está meridianamente claro que las fuerzas que pretenden la eliminación del capitalismo y su sustitución por una sociedad socialista son, si no se adentran en la dimensión de una adecuada dinámica teórico-práctica, un pequeño resquicio en los libros de Historia.

En este sentido, las críticas del capitalismo radicalmente razonadas que podemos encontrar en medios alternativos y en las opiniones de un amplio abanico de intelectuales de izquierda, raramente llegan a la vida política real, la de cada día, la que sale en los periódicos y las televisiones.

Tampoco parecen encontrar hueco en el discurso de los dirigentes de la izquierda transformadora, lo que desdibuja notablemente la dicotomía de la lucha de clases y distorsiona el enfrentamiento consustancial a la realidad conceptual capital-trabajo.

Así las cosas, vuelve a cobrar fuerza el mantra de Margaret Thatcher: "No hay alternativa" al capitalismo que, naturalmente, domina el panorama geopolítico de casi todo el sistema-mundo. Un orden mundial, en el que Cuba bracea desesperadamente para no sucumbir devorada por las fauces de un bloqueo tan injustificado como mísero e injustificable, y la República Bolivariana de Venezuela -a la que la derecha considera el culmen de los horrores- , no ha conseguido, ni de lejos, eliminar el capitalismo; a lo sumo, se han rebajado las expectativas de privilegio de una potente oligarquía.

No muy diferente es el caso de China, donde vemos que el espejismo de una sociedad socialista se sustenta sobre las bases de una economía totalmente capitalista. Y entretanto, parece que la mayor aspiración de nuestro gobierno progresista -con visitas al Vaticano del sector eurocomunista incluida- es que no llegue a dominar la extrema derecha y que no se hunda del todo el Estado del Bienestar. Pero no se cuestiona, en lo más mínimo, los fundamentos de la democracia burguesa engendrada en el propio sistema capitalista que debieran tender a transformar.

Eso sí, se nos llena la boca hablando mucho de los avances científicos y tecnológicos conseguidos por el desarrollo de la sociedad actual. Sin embargo, en la realidad se vuelve la espalda a los científicos cuando cuestionan nuestra forma de vida y las numerosas formas de desenvolvernos en la sociedad de consumo. El mismo secretario de la ONU, António Guterres habla de "una sentencia de muerte", a la que condenamos con nuestros oídos sordos el clamor de un planeta herido.

Entonces surge la pregunta, ¿qué le pasa a nuestra sociedad para que seamos incapaces de abordar los cambios que desde el campo científico se nos reclaman? Debería ser el primer y principal tema de reflexión en nuestro mundo. Pero con todo, parece que sólo importa a una inmensa minoría.

Desde mi punto de vista, una explicación paradigmática a esta pasividad social ante la barbarie capitalista radicaría en que, detrás de este oprobioso sistema económico, hay un sistema de valores, una filosofía, una visión reduccionista del ser humano; ese hombre unidimensional del que hace más de 50 años nos hablaba Herbert Marcuse; ese ser humano para el que, la dimensión fundamental en su existencia, es la económica y se apoya en ella para alcanzar el objetivo último de los seres humanos: una soñada arcadia feliz.

Esa visión prevalente y dominante en la sociedad actual es la que hoy nos ata al capitalismo.

Se ha afirmado que el hombre, ante lo único que no es libre es ante la propia felicidad. Pero, por el momento, ninguna ciencia nos dice dónde se halla o el lugar exacto en la que la podemos encontrar.

Aunque ha sido un tema ampliamente debatido a lo largo de los siglos, la llegada de la mentalidad capitalista con una fórmula falsa, aunque clara y atractiva, ha sido la que definitivamente ha cautivado al sistema social con sus arteras y sucias artimañas. Como sacadas de un perfecto silogismo, entienden que la felicidad se compra, que lo importante es tener dinero para comprarla, y cuanto más tengas, antes la podrás alcanzar.

Esta fórmula es la que ha calado en una posmoderna sociedad decadente, adormecida por los opiáceos del capitalismo, pero carente de los fundamentos esenciales que debieran conformar su naturaleza.

Buscamos la felicidad en una simple estructura de consumo que nos presenta el capitalismo. Un modelo que conduce o conducirá, en un horizonte más o menos próximo, al colapso de la humanidad, pero al que, incluso asumiendo sus enormes contradicciones, nos resulta enormemente costoso renunciar.

En definitiva, si fuéramos capaces de encontrar una alternativa a la felicidad prometida por la desmesura del consumo, ¿aceptaríamos algo totalmente acorde con la naturaleza humana y con el pensamiento que los seres humanos han desarrollado a lo largo de los siglos? Como diría Bob Dylan, la respuesta todavía anda flotando en el viento pero, como de momento nadie domina su etéreo lenguaje, aún nos queda camino por recorrer.

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